martes, 30 de octubre de 2007

SUEÑO DE LAS ALCANTARILLAS

Eduardo García Aguilar
Escritor colombiano residente en París
www.egarciaguilar.blogspot.com

Una voz cavernosa, de ultratumba, se escucha a mi lado. Junto a mí, un hombre de bigote, entrado en años, extiende su mano sucia y masculla unas cuantas palabras incomprensibles, como santo y seña de alguna secreta cofradía de vivientes. No tiene piernas, sino dos muñones cubiertos por una tela azul, raída por el incesante arrastre. Tampoco tiene la mano izquierda. Un apéndice dislocado, pelado, concluye en cuatro dedos ágiles. Habla, piensa, y mira esperando un diálogo, una mirada mínima que lo confirme en su existencia. Horrorizado dirijo la mirada hacia el grupo de muchachos que empacan periódicos viejos y el hombre, obeso y alegre, que vende comestibles.
La horrible criatura, que lleva una camisa verde militar, se aleja de mí y se arrastra por la calle Donato Guerra, haciendo de lado las basuras y espantando algunos perros que se acercan a olis­quearlo. Observo mis pies y mis manos, y al seguir sus pasos tengo la sensación de que las piernas son injertos vivos de otro ser, de otro cuerpo, de otra criatura extraña. Sigo sus pasos an­gustiados, aunque hábiles, pasos imaginarios de piernas inexis­tentes; observo la musculada mano única apoyándose con difi­cultad sobre guijarros y polvo sucio y lo persigo. El hombre aceza, y me mira de nuevo, acelerando el paso, dejando rodar po­derosas gotas de sudor viscoso, como de humo, de esmog, de sal, de tierra. Brinca la acera y cruza la calle entre desvencijados vehículos también inconclusos y entre las piernas de mujeres y de hombres premurosos: allí la mujer embarazada, con un sofocante abrigo, allá el lento anciano de bastón y pelo cano, de respirar entrecortado, por aquí el pelafustán o la Lolita. Entre esas piernas el hombre intenta desaparecer de mi mirada que es cada vez más penetrante.
— ¿A dónde vas? —le grito.
El hombre acelera y ya en camino alcanza a responderme con sus brillantes ojos de lúcida y febril inocencia.
—Al trabajo. Yo también trabajo, responde.
La mano peluda y musculada expresa los tendones y los car­tílagos de acero que lo han soportado durante su existencia.
— ¿Qué quiere? —agrega.
—Nada, sólo mirarlo, no me explico cómo hace usted para vivir.
La gente pasa sin percibir a aquel hombre que se arrastra como una vieja decrépita iguana sobre las arenas de un desierto cálido y monótono. Sus caras pálidas e inexpresivas cruzan sobre cuerpos aún más pálidos y muertos. El viento pinta una llamarada de sol a lo lejos, en el atardecer, y los edificios de la avenida Re­forma se convierten en gigantescas brasas de leña sólida. Insóli­tas aves perdidas cruzan el cielo sucio, llameante de asco. El ruido ensordecedor se cuela por los resquicios de la calle y se mezcla en la noche de las alcantarillas, habitadas por seres ignotos.
— ¿En dónde vives, hombre, en dónde?
—En las alcantarillas —me responde.
Pienso en su fatigado respirar y en el esfuerzo que hace para levantar la pesada compuerta de una gigantesca alcantarilla. Lo imagino reptando por húmedos túneles oscuros y siniestros po­blados por seres olvidados y noctámbulos. Lo veo palpitar en un rincón mientras una inesperada oleada de aguas sucias se desborda sobre las aceras subterráneas dejando rezagos de hez en su lecho.
—No me preguntes más, vivo, es todo, déjame... Hay que vivir y yo vivo.
Lo veo poblar un universo de tubos y de compuertas golpeadas por el ruido de las olas de caca. Lo siento dormir en algún recinto olvidado, bajo tierra, junto a un templo sepultado y derruido silenciosamente por las obras públicas. Lo escucho acezar mansa­mente a medianoche, arrullado por el ruido del mar de su sombra. Las ratas son sus amigas. Inmensas ratas superalimentadas que también dominan el intrincado laberinto de las alcantarillas; no el laberinto de los sueños, sino el laberinto de inútiles horrores.
Mientras las calles nocturnas se alucinan de semáforos, de luces provenientes de cuartos habitados por amantes, jóvenes ho­mosexuales y deseosas hembras; mientras el ruido de algunos vehículos se adosa a las esquinas y un grito se pierde en la vecin­dad pronto devastada cual voz de mil hombres fantasmas, esta criatura repta silenciosa entre la caca y la urea líquidas. Descubre nuevos recodos maravillosos en la intersección de dos gigantes­cos conductos. Grita y se solaza al escuchar su eco. Reúne fuerzas para bordear un muro que da hacia heces invisibles. La tela mo­jada de su vestido se ha convertido en piel superpuesta y sensi­ble. Sus ojos brillan, felinos, y proyectan su luminosidad contra las paredes mohosas, vestidas de liquen. Aquella criatura cae fa­tigada al fin y reposa atrapada en las redes de un perifonema, mientras en la superficie los seres de la vigilia se aprestan a hun­dirse, desnudos, en los inevitables, hórridos, fulgurantes e inne­cesarios tubos del sueño.

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